El vendaval perenne de la destrucción creadora

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A diferencia de lo que sucedía en 1848 o incluso en 1867, en el momento en que Schumpeter escribía era innegable que el nivel de vida de la gente había mejorado. En los países ricos había aumentado el consumo de alimentos básicos, así como el de carne, azúcar, tabaco y prendas de vestir, y esta mejora de la alimentación se reflejaba en las tendencias demográficas. La mortalidad infantil había subido a partir de 1860, y la altura media, que había caído entre 1820 y 1870, aumentó a partir de esta última fecha. Dos problemas interrelacionados, la falta de vivienda y la mendicidad, empezaban a desaparecer. “El proceso capitalista, no por casualidad sino en virtud de su propio mecanismo, eleva progresivamente el nivel de vida de las masas”, escribió Schumpeter. Incluso alguien normalmente tan cauto como Alfred Marshall señaló en 1907: “La ley de rendimientos decrecientes ha sido casi inoperativa, hasta ahora”.

Si el desarrollo estuviera ligado a la globalización y no le afectaran las condiciones locales, como suponía Marx, el nivel de vida de cada lugar habría tendido a acercarse. Sin embargo, alguien como Schumpeter, que en los últimos años había vivido en El Cairo, en Londres, en Czernowitz y en Viena, no podía dejar de advertir las grandes diferencias en el nivel y el ritmo de desarrollo económico de los diferentes países. En 1820, el nivel de vida del país más rico del mundo (Holanda en aquel momento) multiplicaba por tres y medio el de los países más pobres de África y Asia. En 1910, en cambio, la diferencia entre los más ricos y los más pobres ya era de ocho veces más. Esta disparidad en las condiciones de vida era un reflejo de las diferencias en la capacidad productiva, más que del territorio, los recursos naturales o la población.

Con una determinada cantidad de capital y de mano de obra, las economías más eficientes podían producir mucho más que las menos eficientes. Lo que es más, en algunas economías la productividad aumentaba con mucha más rapidez que en otras. Por lo tanto, la cuestión no era solo qué proceso podía multiplicar la capacidad productiva en el curso de dos o tres generaciones, sino por qué este proceso actuaba tan deprisa en algunos países y tan lentamente en otros.

La respuesta tradicional era que el desarrollo de una nación depende de sus recursos, pero Schumpeter adoptó el punto de vista opuesto. Lo importante no era lo que tenía un país, sino lo que hacía con lo que tenía. Schumpeter distinguió tres factores de “la vida industrial y comercial” local que impulsaban este proceso: la innovación, los empresarios y el crédito. Según él, el rasgo distintivo del capitalismo era la “innovación permanente”, lo que definió en una frase célebre como “el vendaval perenne de la destrucción creadora”. Marx también había dicho: “La burguesía no puede existir sin revolucionar permanentemente los instrumentos de producción”, pero pensaba sobre todo en la automatización de las fábricas. La perspectiva de Schumpeter era más amplia. Para él, la “innovación”, con lo que se refería no a la invención per se sino a la aplicación de nuevas ideas, podía implicar toda suerte de cambios: en las mercancías, en los procesos de producción, en las fuentes de abastecimiento, en el mercado o en el tipo de organización.

Marshall, cuyo lema era que la naturaleza no procede a saltos, había hecho hincapié en las mejoras graduales que introducían los gerentes empresariales y los trabajadores cualificados y que se acumulaban con el tiempo. Por su parte, Schumpeter hizo hincapié en los saltos discontinuos introducidos por la innovación. “Por muchos furgones que vayamos sumando, no tendremos un ferrocarril, insistió. La esencia del desarrollo económico radica en la utilización diferente de la mano de obra y el terreno existentes”. Pero las nuevas tecnologías, por si solas, no podían explicar por qué algunas economías se estaban desarrollando y otras no, ya que los nuevos métodos de producción y las nuevas maquinarias viajaban de un lugar a otro del mundo.

Marx había rechazado explícitamente que el individuo tuviera algún papel en el teatro económico. Beatrice Webb ya había criticado la idea de Marx de que el “propietario autómata” estuviera movido por fuerzas que desconocía y sobre las que no tenía ningún control, persiguiendo ciegamente “el beneficio sin ser consciente de la existencia de ningún deseo que deba ser satisfecho”. Schumpeter se centró en el elemento humano. Para él, el desarrollo dependía principalmente de la iniciativa empresarial. En esto compartía la obsesión por el liderazgo característica de la cultura alemana de finales del siglo XIX. Tras escuchar las explicaciones de Sidney Webb sobre teoría Fabiana que atribuía la desigualdad de ingresos a la existencia de un talento hereditario, se interesó por los trabajadores de Francis Galton, primo de Darwin, y el profesor de la London School of Economics Karl Pearson, que defendían esta idea y estudiaban el papel de las élites en la sociedad.

El protagonista del relato schumpeteriano es el directivo visionario. Para Schumpeter, el empresario tiene como función “reformar o revolucionar el sistema de producción, explotando un invento o, de una manera más general, una posibilidad técnica no experimentada”. Esto puede dar lugar a nuevos productos, como coches o teléfonos; nuevos procesos, como la cianuración del oro sudafricano; nuevas organizaciones, como el monopolio; nuevos mercados, como la India en el caso del algodón. A diferencia del capitalista-autómata de Marx o del propietario-ingeniero de Marshall, el empresario se distingue por su voluntad de “destruir las viejas pautas de pensamiento y acción” y por utilizar de forma novedosa los recursos ya existentes. Para Schumpeter, la innovación implica superar obstáculos, inercias y resistencias, y requiere capacidades excepcionales y personas extraordinarias. “llevar a cabo un proyecto nuevo y actuar de acuerdo con uno ya establecido son cosas tan distintas como construir una carretera y caminar por ella”, escribió.

Este texto fue tomado de:

Nasar, S. (2012). La gran búsqueda. Una historia de la economía (p. 607). Debate.

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